Artículo de Sorayda Peguero Isaac en El Espectador. 1 de noviembre de 2015. Sobre Eduardo Galeano y el altar en su honor instalado en Casa Amèrica Catalunya.
Eduardo Galeano visitó Barcelona por última vez en la primavera de 2012. Regresó a la ciudad condal para presentar Los hijos de los días, un almanaque de historias contadas con pocas palabras: 366 textos, una historia para cada día del año. El 25 de octubre rescata la figura de un “hombre de hablar suavecito y gestos delicados”: el líder indígena colombiano Quintín Lame. El 30 de agosto, Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas, recuerda los bosques nativos, las estrellas en la noche de las ciudades, las cartas escritas a mano y los muertos sin tumba. El 2 de noviembre hace referencia al Día de Difuntos: “En México, los vivos invitan a los muertos, en la noche de hoy de cada año, y los muertos comen y beben y bailan y se ponen al día con los chismes y las novedades del vecindario”.
La celebración del Día de Muertos es una tradición que fue distinguida por la Unesco como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Desde 2008, y siguiendo la costumbre mexicana, Casa América Catalunya dedica un altar de muertos a una figura vinculada con la cultura latinoamericana o catalana. El homenaje de este año es para el escritor uruguayo Eduardo Galeano. Lola Zavala, artista mexicana responsable de la instalación, explica que “en México, el Día de Muertos es una fiesta para recordar a los difuntos con alegría. En la noche la gente va a los cementerios con comida y música. No es un día triste”. El altar es uno de los elementos fundamentales de esta tradición sincrética que tiene su origen en la época precolombina. Para rendir tributo al escritor uruguayo, la artista plástica eligió, además de los elementos típicos de la tradición mexicana, más de veinte objetos que representan pasajes de sus libros: una figura de Jesús Malverde —santo apócrifo venerado por algunos mexicanos—, una fotografía en la que Galeano y Juan Gelman se miran sonrientes, un pájaro de papel que recuerda la historia de la pequeña Mariana y su pollito azul. Entre las vistosas flores de cempasúchil y las veladoras encendidas hay una copa de vino, una ración de pan con tomate y jamón serrano, el típico pan de muerto mexicano, tamales y dulces. La figura de una calavera representa a Galeano sentado en un taburete, con la hendidura en el mentón y la calvicie que alguna vez le provocó estremecimientos de pánico. Está vestido con chaqueta verde y pantalón gris, sosteniendo un libro con su mano derecha. “Ahí está leyendo eso que dice: ¿Qué tal si deliramos por un ratito?”, indica Lola Zavala.
Hubo una primera muerte. Ocurrió mucho antes de que el cáncer de pulmón le consumiera la vida. Galeano tenía diecinueve años. Sentía que había nacido en un mundo insólito. No se encontraba. Pasaba las noches en vela, fumando y murmurando frases inacabadas. Cuando era niño tenía a Dios, que lo protegía de la muerte y le despejaba las dudas. Pero ya no estaba. Ahora sentía el peso de una bestia que crecía en su interior, imparable. Llegó a pensar que podía expulsarla escribiendo. Pero era inútil: “Escribía una palabra, una frase a veces, y enseguida la tachaba. Al cabo de algunas semanas o meses la hoja estaba toda lastimada, quieta en su sitio sobre la mesa, y no decía nada”. Galeano decidió que quería dejarse ir. Reservó una habitación de hotel y compró pastillas “como para matar un caballo”.
Después de varios días en coma, despertó en la sala de presos de un hospital de Montevideo. Salió del hospital con ganas de comerse el mundo y escribiendo su nombre distinto. Empezó a firmar con el apellido de su madre. “Me di cuenta de que llamarme Eduardo Galeano fue, desde fines de 1959, una manera de decir: soy otro, soy un recién nacido, he nacido de nuevo”.
Un día de 1975, a las nueve y media de la noche, sonó el teléfono. Después de dudar —¿Atiendo, no atiendo?— Galeano contestó. Una voz le advirtió: “A ustedes los vamos a matar, hijos de puta”. Era José Rucci, el comandante de la Alianza Anticomunista Argentina. Después de decirle que el horario de amenazas era de seis a ocho, Galeano colgó el teléfono y, sintiendo el temblor de sus piernas, encendió un cigarrillo. Pensar se había convertido en una falta grave, y expresar lo que acunaba el pensamiento, en una condena de muerte. Eran los años de su primer exilio en Buenos Aires. Galeano dirigía la revista Crisis. Una revista que, además de publicar textos de autores como Julio Cortázar, Ricardo Piglia, Jorge Luis Borges, Gabriel García Márquez y Ernesto Cardenal, denunciaba los dudosos métodos de grandes empresas y criticaba el sistema. “Cuando fundamos la revista —explicaba Galeano—, queríamos demostrar que la cultura popular existía, que no era la mera reproducción degradada de las voces del poder, sino que tenía fuerza propia y expresaba una memoria colectiva lastimada, herida, traicionada”.
Después del golpe de Estado, la dictadura argentina implantó un código de censura que prohibió la publicación de reportajes callejeros y de opiniones “no especializadas”. Un militar de la Casa Rosada decidía lo que se podía publicar. Galeano, que trataba de burlar la vigilancia del régimen durmiendo cada noche en una casa distinta, decidió que cerrar la revista era lo más conveniente. En su agenda francesa (La Porki) se acumulaban los nombres de muertos. En 1976 empezó un nuevo exilio en Cataluña. Eligió un pueblo con mar, Calella de Palafrugell. Porque vivir cerca del mar era importante: la cercanía de la costa lo ayudaba a ser más fuerte que el dolor de la distancia, decía.
El doctor José María Garat dice que nunca se atrevió a preguntarle. Lo cuenta por teléfono, desde Castelldefels (Cataluña). Su amistad con Eduardo Galeano no impidió que le resultara violento plantearle el tema de la lista. “No quería remover la angustia, que ya era demasiado grande —afirma—. Nunca la vi, pero entre personas muy allegadas a él se decía que había una lista de condenados a muerte en la que Eduardo ocupaba el cuarto lugar”. En una de las entrevistas que concedió en 2012, Galeano lo confirmó ante las cámaras de Televisión Española: “Me tuve que ir, es verdad. De Uruguay porque estuve preso, y después de la Argentina porque estaba en las listas de los marcados para morir”.
Hubo una segunda muerte. Cuando le dieron el alta en un hospital de Venezuela, el médico le dijo: “Te cuidas o eres cadáver”. Galeano había sufrido dos brotes de malaria en un mes. Tenía treinta años cuando viajó con dos amigos a las minas de diamantes de la selva del Guaniamo: “Los mosquitos nos habían devorado y los tres llevábamos la malaria en la sangre”. Durante su estancia en el hospital, veía el mar de Montevideo, pueblos fantasmas, vacas y pájaros. También veía a sus hijos, a los amigos que jamás volvieron, a las mujeres que había amado y las llanuras donde había sido feliz cuando era niño. Veía, a través de la ventanilla de un tren imaginario, con la claridad que se ven las cosas cuando uno sabe que está a punto de irse. Tampoco era el momento. “Me había salvado de morir una muerte no elegida y lejos de mi gente, y esa alegría era más intensa que cualquier pánico o lastimadura. No hubiera sido justo morirme, pensé. No había llegado a puerto este barquito”
Era noche cerrada en Macuto, un pueblo de la costa venezolana. Eduardo Galeano acababa de librar las fiebres de la malaria. Intentaba dormir, pero el abrazo del sueño era flojo. Caminó descalzo por la arena. Espantó el miedo con una sonrisa y, una vez más, se sintió resucitado. “Aquella noche me di cuenta de que yo era un cazador de palabras. Para eso había nacido. Esa iba a ser mi manera de estar con los demás después de muerto y así no se iban a morir del todo las personas y las cosas que yo había querido”.